Mercado
Central de Elche
I. Candela y José Luis Llopis Braceli
Cuando
todavía el silencio es absoluto, cuando la noche aún te abraza para llevarte al
último sueño, cuando el asfalto está empapado por las lágrimas de la noche
anterior, a la Plaça de les fruites de Elche ya han llegado los primeros
camiones.
Dentro
se oye madrugador el sonido de alguna radio, que ameniza y acompaña a los
primeros tenderos que empiezan su jornada. El
Mercat Municipal abre sus puertas para llenarse de alimentos, de productos
y para llenarse de Elche.
Los mozos
salen del camión y van apilando las cajas de plástico amarillas, negras, verdes
y azules en las carretillas y las colocan al lado de cada uno de los puestos.
En
la planta de arriba se escucha un murmullo, unas risas, compañerismo, algo de
cachondeo de esos que llevan muchos años mirándose a la cara y reconociéndose
uno en los ojos del otro, pasando por las mismas alegrías y penas todos juntos
después de tantos años, peleando mañanas como jóvenes soldados al raso
invierno. Al asomar la cabeza, descubro a los primeros tomando algo caliente en
la cafetería. Se oyen las cucharillas del café chocar contra vasos y tazas. Se
oye el ruido de la máquina de café tan característico y el sifón de vapor, que
calienta el agua de las infusiones.
Debajo,
de nuevo, las cajas pesadas con hielo y pescado golpean contra el camión, se
arrastran para acercarlas al bordillo utilizando un gancho de acero, una
extensión del brazo que facilita la tarea. La luz amarilla, ocre de las lámparas
de vapor de sodio que rodean la fachada genera
un clima cálido en torno a la humedad de la mañana de invierno.
Los
primeros en llegar ya están colocando las piezas: pescado y marisco y frutas y
verduras. El Café Altamira en uno de
los ejes del Mercado hace rato que levantó su persiana para atender a estos comerciantes.
Justo delante, J. usa una pala para romper y recoger el hielo en la trasera de
su furgoneta y escanciarlo a los canastos de plástico. Engancha cada uno de estos
canastos y tira y arrastra, baja las escaleras y los desliza hasta su puesto.
El frío se mete entre las orejillas.
De
los camiones empiezan a asomar las primeras gambas, cigalas,
—¡Buenos días!
—¡Buenos días!
mejillones,
mejillón de roca, berberechos, chirlas… El hijo de A. apila 8 cajas y tira de
ellas hasta el puesto de su padre. Kilos y kilos de marisco. Cada vez hay más
tenderos y las conversaciones de la mañana abandonan su pereza y empiezan a
fluir. Se cuentan sus cosas. Se palpa la confianza, el tiempo… y a pesar de
estar dentro de un camión de hielo parece que el frío no les afecte. Su piel y
su alma se acostumbró.
La pala chocando contra el hielo arrastra algo así como una sinfonía vanguardista. Es un baile. Es un recreo. El agua goteando. Las cajas amontonando. El gancho tirando. Ras. Ras. La radio sonando. Las palabras riendo. Ras. Ras. El cielo avanzando. Las luces muriendo. Ras. El cigarrillo fumando. El café removiendo. Ras. Ras.
Trozos
de hielo caen rotos en la entrada de La
Plaça de les fruites. Moja la calzada y ese es el olor que queda en la
mañana cuando pasamos cerca.
Ahora
empiezan a desfilar también los primeros pollos y los pavos, también
amontonados en sus cajas de plástico sobre la carretilla. Repiten el canon del
pescado. Pero estos toman el ascensor hacia la primera planta.
Desde
la entrada de la Plaça de les flors,
uno mira hacia el fondo e imagina cómo va a quedar luego todo compuesto.
Primero se ve el vacío de uno de los fruteros colocando cuidadosamente las
piezas en su repisa; el otro va subiendo las cajas. Es una armonía de trabajo y
silencio que me recuerda a Las Hilanderas,
de Velázquez, lenta, tranquila, cotidiana… y que en breve, con los pasos de los
ciudadanos de Elche, se convierte en una ópera.
Ya
ha abierto la Huevería Juanito. Se le
oye cantar por la mañana una canción que cruza la noche y el frío. Tiene buena
voz, a pesar del puro matutino. Enfrente, Congelados
Basilio le gasta una broma sobre su cantar. J. sigue a lo suyo y acaba la
sonata y el puro. Abre la puerta con alegría, sonriendo, hasta que mata su
canción con un silbido largo y melódico. Se notan los años pasados. Tose la
última calada. Es un hombre activo, joven de espíritu a pesar de que dice que
son muchos años ya.
De
los primeros camiones bajaron distribuidores. Se convirtieron en mozos de
descarga y organizadores. Pero es que también hay alguno que ahora lleva sus
hojas de facturas en la mano, apuntando lo que deja y lo que vale a otros
tenderos. Nos cuenta A. que el pescado lo recogió ayer de La Lonja de Santa Pola, que empezó a eso de las 16:30 hasta las
19:00 horas. Después de la subasta llevó los productos a las cámaras de los
almacenes. Y al día siguiente como hoy se levanta cerca de la 1:00 de la
madrugada y recogen para traerlo todo. Y acaba hoy su jornada alrededor de las
11:00 de la mañana finiquitando cuentas. A veces dice que viene sin dormir
porque no le han cuadrado las cosas y tiene que repasarlo correctamente. Dice
que es un trabajo muy bonito, pero duro: notas, cuentas, producto, cuidándolo,
mimándolo, y sonríe a estas horas. Esto es lo que más me llama la atención: el
buen humor de estos «gallos».
A.
va seleccionando las primeras gambas y el primer pescadito para colocarlo a la
vista del público. Lo reparte por zonas cuidadosamente estudiadas. Se le acerca
el compañero de enfrente. Conversan. J. coloca las bandejas con un plastiquillo
puesto en medio de una y otra para que el hielo resbale hacia dentro cuando lo
vuelque. A. lo pone al raso, sobre el hielo.
Todavía
no ha amanecido. Son las 7:04 de la mañana. Y acaba de abrir el Mercado para el
público.
J.,
antes Hnos. Guillén, ya va colocando
en las bandejas los mejillones y otros mariscos, seleccionándolos por tamaños
para luego corresponder con los precios.
A.
añade ahora en su parrillada de hielo blanco los leguados, las merluzas,
truchas, gambas…
—¡Ché,
me voy! —les grita A., el distribuidor.
En
el otro lado levanta la persiana la Churrería
del Mercado, en una esquina divina, con sus churros y sus patatas fritas,
organizando, colocando, barriendo…
En
el siguiente pasillo, el primer frutero que llegó, A., acaba de recoger el
periódico y hojea las primeras páginas, titulares y portada para ver cómo
enfrentarse a las noticias de la jornada.
Las frutas están colocadas de manera especial. Son un arco iris de colores, todas juntitas, tan amigas, compartiendo al cliente que se las va a llevar a casa: verdes, naranjas, rojos, tierras, blancos, granates, amarillos… Todo aseado, limpio. ¡Es que la fruta brilla! Un espectáculo que solo podemos apreciar ahora, en el vació de esta mañana. A. lo tiene ya prácticamente colocado. Lleva aquí cerca de dos horas. No es fácil imaginar que cada alcachofa se coloca donde interesa, y las siguientes van una a una alrededor, y luego encima; y así las manzanas, las berenjenas y el resto de productos. Todo ha sido organizado con esmero, nada está al azar volcado sobre una canasta. Las frutas están para los clientes y estos se merecen lo mejor. Imaginad el trabajo que lleva.
Y
siguen y siguen los camiones. Y siguen las sepias y siguen los mejillones. Y
todo se amontona a las puertas y se arrastra adentro y va llenando cada vez más
este Mercado.
Y a la izquierda por la Plaça de les fruites se acercan los 2 primeros compradores. Rondan los 75 años. Un matrimonio con un carrito de mercado cada uno. La edad les ha encogido con cariño la espalda. Pero conservan las ganas de saltar de la cama caliente y vivir este momento. Él, precavido, lleva en el carro su paraguas porque la mañana es incierta. Vienen a llevarse el primer producto, el más fresco, el que todavía está vivo y pasar un Roscón y unos Reyes comiendo manjares sanos y frescos.
Los
tenderos hablan de las primeras monedas, de las que tienen de ayer y de las que
les faltan.
—Porte
tres de vint y huit de 5!
Cuelgan
ahorcados los plátanos, las cebollas, los ajos.
Las puertas de acero tienen óxido, las escaleras de piedra del eje transversal están profundamente desgastadas, muestra del paso del tiempo de esta última reforma del Mercado de los años 50… Este Mercado casi ha vivido una vida.
En
la verdulería F. y G. el dueño va raspando las escarolas con un cuchillo,
quitando la parte fea y dejando salir el agua que lleva dentro que humedece el
producto y le da más vida.
7:48 y amanece. 3 de enero de 2014.
Justo ahora el camión descarga las flores de la Plaça de les flors, que acompañan esta plaza y la llenan de un aroma natural y sano tan potente en este invierno y cuya humedad resalta.
Justo ahora el camión descarga las flores de la Plaça de les flors, que acompañan esta plaza y la llenan de un aroma natural y sano tan potente en este invierno y cuya humedad resalta.
Ahora,
desde aquí, el cielo ofrece el lila peculiar del amanecer. Aunque la zona no
permite ver cómo raya el sol por los edificios, sí lo intuimos por este color
del cielo que el sol está regalando.
Los
pescaderos ya han acabado de organizar sus puestos. Ahora se les ve fregando el
suelo, mocho en mano, para que los clientes que empiecen a acercarse no
resbalen en este suelo frágil y para que quede limpio a los ojos de charcos y
huellas del hielo anterior.
El
pescado brilla en esta soledad. Nunca me había llagado tal color a los ojos
porque en las horas altas el bullicio y el ruido son estímulos que nos restan
atención. Pero se puede uno peinar mirando las doradas, merluzas, rapes; y lo
mismo sucede acercándose a las manzanas y a las berenjenas. Es un espectáculo.
En
el puesto de A., padre e hijos nos dicen que acaban a las 4 de la tarde y una
vez recogido todo han de volver a Santa Pola también, a la Lonja, a recoger
producto para volver al día siguiente. Ahora mismo el hijo de A. está abriendo
y quitando la piel de un rape enorme, 6-8 kilos la pieza. A. coloca los precios
uno a uno, como cada mañana. Colocan el rape cortado y se ve el color rosado
brillante propio y que lo envuelve fresco y vivo. Calamar, gambón, galeras,
bonito, lenguados, cigala, salmón.
En
el puesto de T. destacan entre todo los lomos, los centros de salmón,
emperador, atún, con esos colores rosáceos vivos, rodeados de boquerones,
salmonetes, pescadillas, dentón y mariscos.
Los
olores empiezan a mezclarse en cada inspiración. Ahora mismo me llegan flores,
fruta, verdura, pescado. Y me recuerda a esas catas de vino en que se pueden
apreciar tantos matices… Una nariz experta disfrutaría de esta hora en el
Mercado Municipal.
En
la verdulería de M. me sorprende ver manojos de calçots catalanes. Y me
recuerda a La Olivereta. Allí fue
donde los probé por primera vez y me pasé una semana con el sabor en la
memoria. Ahora M. sale con una escoba para barrer y dejar como nueva la zona de
su puesto, recogiendo algunas habas y judías que cayeron mientras se colocaban.
Se cuidan los detalles.
En el
puesto de M. N. el proceso es igual de meticuloso y sistemático. Es exagerado
el detalle y cuidado con que se coloca cada alcachofa y cada manzana y cada
berenjena y cada lechuga y cada melón: todas igualitas, armoniosas, delicadas…,
invita a comprar. Uva, tomates con sus diferentes clases, plátanos, judías,
pimientos con sus diferentes colores, patatas, kiwis, cebollas secas y tiernas,
ajos secos y tiernos, mandarinas, granadas, piñas, aguacates, calabacines,
champiñones blancos… Nos cuentan que cuando cierran, igualmente cogen sus bártulos
y a por más productos para la próxima jornada. Y llevan aquí cerca ya de tres
horas de trabajo. Pieza a pieza. Eso no lo vemos a las 11:00 cuando venimos a
comprar.
Vuelvo
al pescado y le pregunto a uno de los hijos de A.
—¿Y
tú cuántas veces almuerzas cada mañana?, porque yo ya llevo dos y no sé si es
el frío o el madrugón pero vuelvo a tener hambre; vosotros que no paráis…
—Yo
una.
—¿Solo?
Asiente.
—Ahora
en venir mi hermano de comerse su bocata voy yo.
En
ese momento el A. padre, desde fuera del puesto, añade con ironía y
complicidad:
—¡Que
no te engañen! Si estos no hacen ná… Se pasan la mañana sin hacer ná, solo
comiendo.
El
hijo sonríe mientras sigue cortando pescado. Llega el hermano con el último
bocado aún en la mano. Un pico que le queda de pan con queso y salchichón del Altamira, para no perder tiempo y
centrarse en el trabajo.
—Ahora
voy yo. Y ya verás que aún tardo menos —añade el otro hermano.
A.
padre se ríe, se cachondean otra vez unos con otros.
—Cuando
yo venía con mi padre, fíjate si hace años —me cuenta A. padre—, él se compraba
un pedacito de rollo y un pedacito de blanquet. ¿Sabes lo que es el blanquet?
Asiento.
¡Como para no saberlo!
—Y
en dos bocaos se lo comía ahí dentro, sin salir. ¿Y este dice que está
trabajando? —ironiza—. Sale catorces veces. Míralo —ellos sonríen—. Lo que te
he dicho yo. Siéntate —sonríe— y verás lo que trabajan estos.
¡El
sentido del humor es tan necesario en estos días! A. lo ha entendido
perfectamente. Y sus hijos le siguen en ese camino con el respeto hacia alguien
que es una autoridad.
—Pero
A. —le digo—, mira el cuidado con que colocan los pescados uno a uno… Llevo
viéndolos tres horas ya trabajar y es un placer el cuidado y orden que ponen en
todo.
—¿Dos
horas? —ríe otra vez—. Eso lo hago yo en 10 minutos.
Y
ríe enamorado del humor.
—Y ¿si
després no vos compren? Ché…
—Això
dic jo —dice el hijo—.
—¡Tant
de treball per a res!
Me
mira y cambia el rictus. Se pone un poco más serio.
—Yo
les digo que busquen otro trabajo que eso no es porvenir. De momento no es
porvenir.
Me
habla de las dificultades que encuentran hoy para salir adelante en el Mercado.
—Y
no solo el pescao…, la carne, la fruta… En fin, todos. ¡Y es verdad, oye!
Me
cuenta que son otros tiempos, que las familias se organizan la vida de otra
manera, que los horarios, que la alimentación, que internet, que el tráfico,
que los servicios… Y que para adaptarse a eso necesitan ayuda efectiva. Y no la
encuentran.
—Y
así vamos. Pero estamos trabajando con la mayor alegría.
—Y ¿el
Ayuntamiento? —pregunto—.
—Pues
ahora está meneándose un poquito. Estaba un poco ahogao. Pero ahora se han dao
cuenta de que, en realidad, hay gente viviente aquí —sonríe con estas últimas
palabras generosas, creo yo—.
—Si
no hubiera Mercado —sigo— o si desapareciera yo creo que la gente lo
lamentaría. Esto es de lo más grande que hay aquí.
—Esto
da vida. Yo cuando salgo fuera de aquí voy a ver también los Mercaos. Todos.
Es
la voz de la experiencia. Es una autoridad. Su voz se volvía mezcla de
melancolía y cansancio, porque ha vivido tantos momentos y ha escuchados tantas
palabras que necesita ver para creer. Me ha sorprendido su profundidad, su
salto de la ironía y la carcajada a la gravedad y seriedad cuando las emociones
le duelen. Lo que se ve en él es sensibilidad especial hacia este rectángulo en
el que casi vive ya una vida entera. Se nota en su mirada que ha vivido, pero
que también vive, recorre, busca, quiere, huele y siente.
—Un
kilo de gamba pequeñica, para pelar.
Son
las 8:30. Abre sus puertas Gambín. Lleva
muchos años vendiendo latas, salazones, encurtidos desde
su fachada característica. Ha renovado algo la fachada. Antes era de madera.
P.
A., de La Olivereta, pasa delante de
nosotros a ver productos frescos que le interesen para la estupenda cocina que
prepara, entre ellos el bacalao y els calçots que me vuelven loco.
El
sol raya ahora la cornisa de los primeros edificios de la Plaça de les flors. Son las 8:50. Va bajando poquito a poco y en
unos minutos aterrizará sobre las flores que ya están colocadas para resaltar y
exagerar sus colores.
El
salto demuestra lo que se auguraba. Son las 11:30 y lleva una hora y media
bullendo el Mercado de gente. Son fechas favorables. Aunque me han chivado que
no es de los mejores días.
—Bon
dia. Feliç any!
A.
está ya dentro de su puesto enchufado en el tajo con sus hijos: raja los
pescados, saca las tripas, conversa con la clientela, pesa, envuelve, embolsa,
cobra, sonríe y otra. El hielo sigue ahí y ha conservado toda la frescura de sus
propiedades. Las colas amontonan los puestos. Las señoras señalan el pescado, señalan cuál quieren.
Hay esa confianza que no se encuentra en otras grandes
superficies. Los clientes conocen a los comerciantes, son muchos años ya, y esa
naturalidad se respira agradable. Me recuerda a mi abuela cuando me contaba que
iba a la carnicería a por pollo y pavo para los cocidos tan ricos que hacía —no
he probado en mi vida un cocido mejor—, ¡y para qué hablar de las pelotas o
relleno que dicen aquí! Me contaba que iba al Mercado de Aspe y le decía al
carnicero: «A mi me empiezas un pollo», «Pero María si este lo acabo de abrir»,
«A mí me empiezas otro». El Mercado da esa confianza. Enseñan el producto
porque la clientela lo pide. No hay barreras ni cristales entre vendedor y
cliente. Casi se funde en una acción. Hay una señora que le pide al hijo de A.
gambas «de las de detrás», quiere empezar una caja de las que están apiladas
detrás. Y este se las enseña y se las sirve.
—N’hay prou?
—N’hay prou?
—Sí.
—Què
més? Quin vols?
Se acaban
los productos y vuelven a colocar más. Lo hacen así, poco a poco, para que el
pescado esté fresco lo más posible. Sería más fácil echarlos todos al principio
pero no se conservarían igual. Es un trabajo constante, de no parar.
Al
fondo dirijo mi mirada a unos niños que acompañan a sus padres en día de
vacaciones y, al igual que a mí cuando era pequeño, un tendero les regala algo
—creo que un fresón— a cambio de una sonrisa. Esa es la complicidad del
Mercado.
—Així
va bé?
—…
—T’agrada?
Siempre
ofreciendo atención a sus clientes.
Y
otra cosa que destaca sobre la simpleza de comprar y vender: las relaciones
sociales. La gente no solo viene a comprar. Vienen a hacer vida, a contarse
cosas, preguntan por la familia, por cómo van las fiestas, por dónde van a
cenar, explican cómo cocinar determinado producto, se enteran de la última del
fútbol, de las obras del barrio de tal, las fiestas. Se felicitan. Son amigos, familia, compañeros. Eso es sentirse vivo mientras compras; y está muy lejos de la industrialización que vivimos ahora —que también tiene cosas positivas, pero
esto le falta—.
Y el
Rincón del jamón. Con el conocido Jerónimo
Quiles Soriano, y un cartel que reza Premio
a mejor jamonero de la región de Valencia. Da gusto verlo cortar el jamón,
con más de cuarenta años en ello. Sabe cuáles son las herramientas precisas, el
envase adecuado y el corte que la experiencia le ha enseñado.
¡Cómo
huele el embutido, cómo huelen los salazones, cómo huele el queso, cómo huelen
las olivas, Dios mío! Eso no ocurre en una gran superficie, ¿verdad? Este olor
a mí me grita «cómeme, llévame». Me imagino ya el bocata y el bocado sagrado se
convierte en pecado.
Cuando
mis sobrinos eran pequeños —4 o 5 años tenía el mayor, creo— me pusieron el
pseudónimo épico-burlesco de El que se
come todas las olivas. Cuando comíamos toda la familia junta y mi padre
sacaba las olivas y los variantes literalmente volaban. Para mí es un manjar. Y
ahora en el puesto de F. B. me encuentro rodeado de ellas cuando vengo los
sábados a comprar: gazpacha, malagueña, aliñada de limón, aliñada con ajo,
mezcladillo agridulce, partida cornicabra, partida andaluza, partida italiana,
cieza entera, cieza partida, aceituna de sosa camporreal, morada con aliño
andaluz, morada cornicabra, tapenones, tápenas, pepinillos, cebolletas reina,
cebolletas en vinagre, deshuesadas, variante encurtido, tramusos, variante
picado para ensaladillas, gordal, y los pinchitos diseño de la casa. ¡Ummmmmm,
qué gozada!
Esta
familia también nos cuenta lo difícil que está todo y que necesitan ayuda. Como
diría el filósofo, necesitan «estar a la altura de los tiempos»; enumera una
lista de necesidades que se sabe de carrerilla porque son muchas horas dedicadas
a observar, y sobre todo a observar buscando su beneficio, quiero decir que la
motivación por encontrar mejoras para todos es aún mayor. Y al igual que ocurre
con A., es importante que sean escuchados. Tienen mucho que ofrecer.
—A
mi me’n dones una sepieta.
—Aixina?
—Prou.
—Com
una reina.
T.
se acerca a A., justo enfrente, y le pide un trozo de rape que le faltaba para
otro cliente. Eso es un compañerismo brutal. Y lo llevo viendo desde las 6:00
de la mañana. Son vecinos. A. se lo pesa rápida y amablemente.
—Deixa,
així va bé!
Comparten
y bromean.
—Te’n
dec algo?
—Dóna’m
20 euros.
Unos
minutos después veo a A. desde lejos, paseándose y charlando con J., y con otro
y con otro… Viviendo el Mercado. Es parte de esto y no quiere despegarse de lo
que hay aquí. Y yo lo comprendo. Lo he comprendido acercándome aquí a observar
lo que no se ve de otra manera ni en otras horas, a sentir lo que ellos
sienten, a ver el Mercado desde el otro lado del puesto. Porque el Mercado de
Elche es pueblo. Esto es el pueblo. Esto es Elche. Encaja perfectamente la
frase de Unamuno: la mañana de hoy ha sido «chapuzarse en el pueblo».
«Chapuzarse» es venir al mercado de Elche: tradición tan necesaria, el habla,
los productos de la zona que revitalizan el campo y el mar de Alicante, costumbres,
bromas, palabras, gestos, risas.
No
es solo comprar. Es la delicia de respirar.