jueves, 29 de mayo de 2014

Mercado Central de Elche


Mercado Central de Elche 
I. Candela y José Luis Llopis Braceli


Cuando todavía el silencio es absoluto, cuando la noche aún te abraza para llevarte al último sueño, cuando el asfalto está empapado por las lágrimas de la noche anterior, a la Plaça de les fruites  de Elche ya han llegado los primeros camiones.


Dentro se oye madrugador el sonido de alguna radio, que ameniza y acompaña a los primeros tenderos que empiezan su jornada. El Mercat Municipal abre sus puertas para llenarse de alimentos, de productos y para llenarse de Elche.
Los mozos salen del camión y van apilando las cajas de plástico amarillas, negras, verdes y azules en las carretillas y las colocan al lado de cada uno de los puestos.
En la planta de arriba se escucha un murmullo, unas risas, compañerismo, algo de cachondeo de esos que llevan muchos años mirándose a la cara y reconociéndose uno en los ojos del otro, pasando por las mismas alegrías y penas todos juntos después de tantos años, peleando mañanas como jóvenes soldados al raso invierno. Al asomar la cabeza, descubro a los primeros tomando algo caliente en la cafetería. Se oyen las cucharillas del café chocar contra vasos y tazas. Se oye el ruido de la máquina de café tan característico y el sifón de vapor, que calienta el agua de las infusiones.
Debajo, de nuevo, las cajas pesadas con hielo y pescado golpean contra el camión, se arrastran para acercarlas al bordillo utilizando un gancho de acero, una extensión del brazo que facilita la tarea. La luz amarilla, ocre de las lámparas de vapor de sodio que rodean la fachada genera un clima cálido en torno a la humedad de la mañana de invierno.
Los primeros en llegar ya están colocando las piezas: pescado y marisco y frutas y verduras. El Café Altamira en uno de los ejes del Mercado hace rato que levantó su persiana para atender a estos comerciantes. Justo delante, J. usa una pala para romper y recoger el hielo en la trasera de su furgoneta y escanciarlo a los canastos de plástico. Engancha cada uno de estos canastos y tira y arrastra, baja las escaleras y los desliza hasta su puesto. El frío se mete entre las orejillas.
De los camiones empiezan a asomar las primeras gambas, cigalas,

—¡Buenos días!

—¡Buenos días!
mejillones, mejillón de roca, berberechos, chirlas… El hijo de A. apila 8 cajas y tira de ellas hasta el puesto de su padre. Kilos y kilos de marisco. Cada vez hay más tenderos y las conversaciones de la mañana abandonan su pereza y empiezan a fluir. Se cuentan sus cosas. Se palpa la confianza, el tiempo… y a pesar de estar dentro de un camión de hielo parece que el frío no les afecte. Su piel y su alma se acostumbró.



La pala chocando contra el hielo arrastra algo así como una sinfonía vanguardista. Es un baile. Es un recreo. El agua goteando. Las cajas amontonando. El gancho tirando. Ras. Ras. La radio sonando. Las palabras riendo. Ras. Ras. El cielo avanzando. Las luces muriendo. Ras. El cigarrillo fumando. El café removiendo. Ras. Ras.
Trozos de hielo caen rotos en la entrada de La Plaça de les fruites. Moja la calzada y ese es el olor que queda en la mañana cuando pasamos cerca.
Ahora empiezan a desfilar también los primeros pollos y los pavos, también amontonados en sus cajas de plástico sobre la carretilla. Repiten el canon del pescado. Pero estos toman el ascensor hacia la primera planta.
Desde la entrada de la Plaça de les flors, uno mira hacia el fondo e imagina cómo va a quedar luego todo compuesto. Primero se ve el vacío de uno de los fruteros colocando cuidadosamente las piezas en su repisa; el otro va subiendo las cajas. Es una armonía de trabajo y silencio que me recuerda a Las Hilanderas, de Velázquez, lenta, tranquila, cotidiana… y que en breve, con los pasos de los ciudadanos de Elche, se convierte en una ópera.
Ya ha abierto la Huevería Juanito. Se le oye cantar por la mañana una canción que cruza la noche y el frío. Tiene buena voz, a pesar del puro matutino. Enfrente, Congelados Basilio le gasta una broma sobre su cantar. J. sigue a lo suyo y acaba la sonata y el puro. Abre la puerta con alegría, sonriendo, hasta que mata su canción con un silbido largo y melódico. Se notan los años pasados. Tose la última calada. Es un hombre activo, joven de espíritu a pesar de que dice que son muchos años ya.
De los primeros camiones bajaron distribuidores. Se convirtieron en mozos de descarga y organizadores. Pero es que también hay alguno que ahora lleva sus hojas de facturas en la mano, apuntando lo que deja y lo que vale a otros tenderos. Nos cuenta A. que el pescado lo recogió ayer de La Lonja de Santa Pola, que empezó a eso de las 16:30 hasta las 19:00 horas. Después de la subasta llevó los productos a las cámaras de los almacenes. Y al día siguiente como hoy se levanta cerca de la 1:00 de la madrugada y recogen para traerlo todo. Y acaba hoy su jornada alrededor de las 11:00 de la mañana finiquitando cuentas. A veces dice que viene sin dormir porque no le han cuadrado las cosas y tiene que repasarlo correctamente. Dice que es un trabajo muy bonito, pero duro: notas, cuentas, producto, cuidándolo, mimándolo, y sonríe a estas horas. Esto es lo que más me llama la atención: el buen humor de estos «gallos».
 
A. va seleccionando las primeras gambas y el primer pescadito para colocarlo a la vista del público. Lo reparte por zonas cuidadosamente estudiadas. Se le acerca el compañero de enfrente. Conversan. J. coloca las bandejas con un plastiquillo puesto en medio de una y otra para que el hielo resbale hacia dentro cuando lo vuelque. A. lo pone al raso, sobre el hielo.
Todavía no ha amanecido. Son las 7:04 de la mañana. Y acaba de abrir el Mercado para el público.
J., antes Hnos. Guillén, ya va colocando en las bandejas los mejillones y otros mariscos, seleccionándolos por tamaños para luego corresponder con los precios.
A. añade ahora en su parrillada de hielo blanco los leguados, las merluzas, truchas, gambas…
—¡Ché, me voy! —les grita A., el distribuidor.
En el otro lado levanta la persiana la Churrería del Mercado, en una esquina divina, con sus churros y sus patatas fritas, organizando, colocando, barriendo…
En el siguiente pasillo, el primer frutero que llegó, A., acaba de recoger el periódico y hojea las primeras páginas, titulares y portada para ver cómo enfrentarse a las noticias de la jornada.

Las frutas están colocadas de manera especial. Son un arco iris de colores, todas juntitas, tan amigas, compartiendo al cliente que se las va a llevar a casa: verdes, naranjas, rojos, tierras, blancos, granates, amarillos… Todo aseado, limpio. ¡Es que la fruta brilla! Un espectáculo que solo podemos apreciar ahora, en el vació de esta mañana. A. lo tiene ya prácticamente colocado. Lleva aquí cerca de dos horas. No es fácil imaginar que cada alcachofa se coloca donde interesa, y las siguientes van una a una alrededor, y luego encima; y así las manzanas, las berenjenas y el resto de productos. Todo ha sido organizado con esmero, nada está al azar volcado sobre una canasta. Las frutas están para los clientes y estos se merecen lo mejor. Imaginad el trabajo que lleva.
Y siguen y siguen los camiones. Y siguen las sepias y siguen los mejillones. Y todo se amontona a las puertas y se arrastra adentro y va llenando cada vez más este Mercado.

Y a la izquierda por la Plaça de les fruites se acercan los 2 primeros compradores. Rondan los 75 años. Un matrimonio con un carrito de mercado cada uno. La edad les ha encogido con cariño la espalda. Pero conservan las ganas de saltar de la cama caliente y vivir este momento. Él, precavido, lleva en el carro su paraguas porque la mañana es incierta. Vienen a llevarse el primer producto, el más fresco, el que todavía está vivo y pasar un Roscón y unos Reyes comiendo manjares sanos y frescos.
Los tenderos hablan de las primeras monedas, de las que tienen de ayer y de las que les faltan.
—Porte tres de vint y huit de 5!
Cuelgan ahorcados los plátanos, las cebollas, los ajos.




Las puertas de acero tienen óxido, las escaleras de piedra del eje transversal están profundamente desgastadas, muestra del paso del tiempo de esta última reforma del Mercado de los años 50… Este Mercado casi ha vivido una vida.
En la verdulería F. y G. el dueño va raspando las escarolas con un cuchillo, quitando la parte fea y dejando salir el agua que lleva dentro que humedece el producto y le da más vida.

7:48  y amanece. 3 de enero de 2014.
Justo ahora el camión descarga las flores de la Plaça de les flors, que acompañan esta plaza y la llenan de un aroma natural y sano tan potente en este invierno y cuya humedad resalta.
Ahora, desde aquí, el cielo ofrece el lila peculiar del amanecer. Aunque la zona no permite ver cómo raya el sol por los edificios, sí lo intuimos por este color del cielo que el sol está regalando.
Los pescaderos ya han acabado de organizar sus puestos. Ahora se les ve fregando el suelo, mocho en mano, para que los clientes que empiecen a acercarse no resbalen en este suelo frágil y para que quede limpio a los ojos de charcos y huellas del hielo anterior.
El pescado brilla en esta soledad. Nunca me había llagado tal color a los ojos porque en las horas altas el bullicio y el ruido son estímulos que nos restan atención. Pero se puede uno peinar mirando las doradas, merluzas, rapes; y lo mismo sucede acercándose a las manzanas y a las berenjenas. Es un espectáculo.

En el puesto de A., padre e hijos nos dicen que acaban a las 4 de la tarde y una vez recogido todo han de volver a Santa Pola también, a la Lonja, a recoger producto para volver al día siguiente. Ahora mismo el hijo de A. está abriendo y quitando la piel de un rape enorme, 6-8 kilos la pieza. A. coloca los precios uno a uno, como cada mañana. Colocan el rape cortado y se ve el color rosado brillante propio y que lo envuelve fresco y vivo. Calamar, gambón, galeras, bonito, lenguados, cigala, salmón.
En el puesto de T. destacan entre todo los lomos, los centros de salmón, emperador, atún, con esos colores rosáceos vivos, rodeados de boquerones, salmonetes, pescadillas, dentón y mariscos.
Los olores empiezan a mezclarse en cada inspiración. Ahora mismo me llegan flores, fruta, verdura, pescado. Y me recuerda a esas catas de vino en que se pueden apreciar tantos matices… Una nariz experta disfrutaría de esta hora en el Mercado Municipal.

En la verdulería de M. me sorprende ver manojos de calçots catalanes. Y me recuerda a La Olivereta. Allí fue donde los probé por primera vez y me pasé una semana con el sabor en la memoria. Ahora M. sale con una escoba para barrer y dejar como nueva la zona de su puesto, recogiendo algunas habas y judías que cayeron mientras se colocaban. Se cuidan los detalles.
En el puesto de M. N. el proceso es igual de meticuloso y sistemático. Es exagerado el detalle y cuidado con que se coloca cada alcachofa y cada manzana y cada berenjena y cada lechuga y cada melón: todas igualitas, armoniosas, delicadas…, invita a comprar. Uva, tomates con sus diferentes clases, plátanos, judías, pimientos con sus diferentes colores, patatas, kiwis, cebollas secas y tiernas, ajos secos y tiernos, mandarinas, granadas, piñas, aguacates, calabacines, champiñones blancos… Nos cuentan que cuando cierran, igualmente cogen sus bártulos y a por más productos para la próxima jornada. Y llevan aquí cerca ya de tres horas de trabajo. Pieza a pieza. Eso no lo vemos a las 11:00 cuando venimos a comprar. Vuelvo al pescado y le pregunto a uno de los hijos de A.
—¿Y tú cuántas veces almuerzas cada mañana?, porque yo ya llevo dos y no sé si es el frío o el madrugón pero vuelvo a tener hambre; vosotros que no paráis…
—Yo una.
—¿Solo?
Asiente.
—Ahora en venir mi hermano de comerse su bocata voy yo.
En ese momento el A. padre, desde fuera del puesto, añade con ironía y complicidad:
—¡Que no te engañen! Si estos no hacen ná… Se pasan la mañana sin hacer ná, solo comiendo.
El hijo sonríe mientras sigue cortando pescado. Llega el hermano con el último bocado aún en la mano. Un pico que le queda de pan con queso y salchichón del Altamira, para no perder tiempo y centrarse en el trabajo.
—Ahora voy yo. Y ya verás que aún tardo menos —añade el otro hermano.
A. padre se ríe, se cachondean otra vez unos con otros.
—Cuando yo venía con mi padre, fíjate si hace años —me cuenta A. padre—, él se compraba un pedacito de rollo y un pedacito de blanquet. ¿Sabes lo que es el blanquet?
Asiento. ¡Como para no saberlo!
—Y en dos bocaos se lo comía ahí dentro, sin salir. ¿Y este dice que está trabajando? —ironiza—. Sale catorces veces. Míralo —ellos sonríen—. Lo que te he dicho yo. Siéntate —sonríe— y verás lo que trabajan estos.
¡El sentido del humor es tan necesario en estos días! A. lo ha entendido perfectamente. Y sus hijos le siguen en ese camino con el respeto hacia alguien que es una autoridad.
—Pero A. —le digo—, mira el cuidado con que colocan los pescados uno a uno… Llevo viéndolos tres horas ya trabajar y es un placer el cuidado y orden que ponen en todo.
—¿Dos horas? —ríe otra vez—. Eso lo hago yo en 10 minutos.
Y ríe enamorado del humor.
—Y ¿si després no vos compren? Ché…
—Això dic jo —dice el hijo—.
—¡Tant de treball per a res!
Me mira y cambia el rictus. Se pone un poco más serio.
—Yo les digo que busquen otro trabajo que eso no es porvenir. De momento no es porvenir.
Me habla de las dificultades que encuentran hoy para salir adelante en el Mercado.
—Y no solo el pescao…, la carne, la fruta… En fin, todos. ¡Y es verdad, oye!
Me cuenta que son otros tiempos, que las familias se organizan la vida de otra manera, que los horarios, que la alimentación, que internet, que el tráfico, que los servicios… Y que para adaptarse a eso necesitan ayuda efectiva. Y no la encuentran.
—Y así vamos. Pero estamos trabajando con la mayor alegría.
—Y ¿el Ayuntamiento? —pregunto—.
—Pues ahora está meneándose un poquito. Estaba un poco ahogao. Pero ahora se han dao cuenta de que, en realidad, hay gente viviente aquí —sonríe con estas últimas palabras generosas, creo yo—.
—Si no hubiera Mercado —sigo— o si desapareciera yo creo que la gente lo lamentaría. Esto es de lo más grande que hay aquí.
—Esto da vida. Yo cuando salgo fuera de aquí voy a ver también los Mercaos. Todos.
Es la voz de la experiencia. Es una autoridad. Su voz se volvía mezcla de melancolía y cansancio, porque ha vivido tantos momentos y ha escuchados tantas palabras que necesita ver para creer. Me ha sorprendido su profundidad, su salto de la ironía y la carcajada a la gravedad y seriedad cuando las emociones le duelen. Lo que se ve en él es sensibilidad especial hacia este rectángulo en el que casi vive ya una vida entera. Se nota en su mirada que ha vivido, pero que también vive, recorre, busca, quiere, huele y siente.
—Un kilo de gamba pequeñica, para pelar.
Son las 8:30. Abre sus puertas Gambín. Lleva muchos años vendiendo latas, salazones, encurtidos desde
su fachada característica. Ha renovado algo la fachada. Antes era de madera. P. A., de La Olivereta, pasa delante de nosotros a ver productos frescos que le interesen para la estupenda cocina que prepara, entre ellos el bacalao y els calçots que me vuelven loco.
El sol raya ahora la cornisa de los primeros edificios de la Plaça de les flors. Son las 8:50. Va bajando poquito a poco y en unos minutos aterrizará sobre las flores que ya están colocadas para resaltar y exagerar sus colores.
El salto demuestra lo que se auguraba. Son las 11:30 y lleva una hora y media bullendo el Mercado de gente. Son fechas favorables. Aunque me han chivado que no es de los mejores días.
—Bon dia. Feliç any!
A. está ya dentro de su puesto enchufado en el tajo con sus hijos: raja los pescados, saca las tripas, conversa con la clientela, pesa, envuelve, embolsa, cobra, sonríe y otra. El hielo sigue ahí y ha conservado toda la frescura de sus propiedades. Las colas amontonan los puestos. Las señoras señalan el pescado, señalan cuál quieren.

Hay esa confianza que no se encuentra en otras grandes superficies. Los clientes conocen a los comerciantes, son muchos años ya, y esa naturalidad se respira agradable. Me recuerda a mi abuela cuando me contaba que iba a la carnicería a por pollo y pavo para los cocidos tan ricos que hacía —no he probado en mi vida un cocido mejor—, ¡y para qué hablar de las pelotas o relleno que dicen aquí! Me contaba que iba al Mercado de Aspe y le decía al carnicero: «A mi me empiezas un pollo», «Pero María si este lo acabo de abrir», «A mí me empiezas otro». El Mercado da esa confianza. Enseñan el producto porque la clientela lo pide. No hay barreras ni cristales entre vendedor y cliente. Casi se funde en una acción. Hay una señora que le pide al hijo de A. gambas «de las de detrás», quiere empezar una caja de las que están apiladas detrás. Y este se las enseña y se las sirve.

—N’hay prou?
—Sí.
                                                                    —Què més? Quin vols?
Se acaban los productos y vuelven a colocar más. Lo hacen así, poco a poco, para que el pescado esté fresco lo más posible. Sería más fácil echarlos todos al principio pero no se conservarían igual. Es un trabajo constante, de no parar.
Al fondo dirijo mi mirada a unos niños que acompañan a sus padres en día de vacaciones y, al igual que a mí cuando era pequeño, un tendero les regala algo —creo que un fresón— a cambio de una sonrisa. Esa es la complicidad del Mercado.
—Així va bé?
—…
—T’agrada?
Siempre ofreciendo atención a sus clientes.
Y otra cosa que destaca sobre la simpleza de comprar y vender: las relaciones sociales. La gente no solo viene a comprar. Vienen a hacer vida, a contarse cosas, preguntan por la familia, por cómo van las fiestas, por dónde van a cenar, explican cómo cocinar determinado producto, se enteran de la última del fútbol, de las obras del barrio de tal, las fiestas. Se felicitan. Son amigos, familia, compañeros. Eso es sentirse vivo mientras compras; y está muy lejos de la industrialización que vivimos ahora —que también tiene cosas positivas, pero esto le falta—.

—Hay asadura, cabeza, manitas —gritan en el primer piso los carniceros.
Y el Rincón del jamón. Con el conocido Jerónimo Quiles Soriano, y un cartel que reza Premio a mejor jamonero de la región de Valencia. Da gusto verlo cortar el jamón, con más de cuarenta años en ello. Sabe cuáles son las herramientas precisas, el envase adecuado y el corte que la experiencia le ha enseñado.
¡Cómo huele el embutido, cómo huelen los salazones, cómo huele el queso, cómo huelen las olivas, Dios mío! Eso no ocurre en una gran superficie, ¿verdad? Este olor a mí me grita «cómeme, llévame». Me imagino ya el bocata y el bocado sagrado se convierte en pecado.
Cuando mis sobrinos eran pequeños —4 o 5 años tenía el mayor, creo— me pusieron el pseudónimo épico-burlesco de El que se come todas las olivas. Cuando comíamos toda la familia junta y mi padre sacaba las olivas y los variantes literalmente volaban. Para mí es un manjar. Y ahora en el puesto de F. B. me encuentro rodeado de ellas cuando vengo los sábados a comprar: gazpacha, malagueña, aliñada de limón, aliñada con ajo, mezcladillo agridulce, partida cornicabra, partida andaluza, partida italiana, cieza entera, cieza partida, aceituna de sosa camporreal, morada con aliño andaluz, morada cornicabra, tapenones, tápenas, pepinillos, cebolletas reina, cebolletas en vinagre, deshuesadas, variante encurtido, tramusos, variante picado para ensaladillas, gordal, y los pinchitos diseño de la casa. ¡Ummmmmm, qué gozada!
Esta familia también nos cuenta lo difícil que está todo y que necesitan ayuda. Como diría el filósofo, necesitan «estar a la altura de los tiempos»; enumera una lista de necesidades que se sabe de carrerilla porque son muchas horas dedicadas a observar, y sobre todo a observar buscando su beneficio, quiero decir que la motivación por encontrar mejoras para todos es aún mayor. Y al igual que ocurre con A., es importante que sean escuchados. Tienen mucho que ofrecer.
—A mi me’n dones una sepieta.
—Aixina?
—Prou.
—Com una reina.
T. se acerca a A., justo enfrente, y le pide un trozo de rape que le faltaba para otro cliente. Eso es un compañerismo brutal. Y lo llevo viendo desde las 6:00 de la mañana. Son vecinos. A. se lo pesa rápida y amablemente.
—Deixa, així va bé!
Comparten y bromean.
—Te’n dec algo?
—Dóna’m 20 euros.
Unos minutos después veo a A. desde lejos, paseándose y charlando con J., y con otro y con otro… Viviendo el Mercado. Es parte de esto y no quiere despegarse de lo que hay aquí. Y yo lo comprendo. Lo he comprendido acercándome aquí a observar lo que no se ve de otra manera ni en otras horas, a sentir lo que ellos sienten, a ver el Mercado desde el otro lado del puesto. Porque el Mercado de Elche es pueblo. Esto es el pueblo. Esto es Elche. Encaja perfectamente la frase de Unamuno: la mañana de hoy ha sido «chapuzarse en el pueblo». «Chapuzarse» es venir al mercado de Elche: tradición tan necesaria, el habla, los productos de la zona que revitalizan el campo y el mar de Alicante, costumbres, bromas, palabras, gestos, risas.
No es solo comprar. Es la delicia de respirar.